Fotografía de Herbert List vista en El Ángel Caído
Esa mañana las aguas andaban revueltas y sin embargo, todo parecía suponer que era una mañana como todas las mañanas en su pequeño mundo. Algo no iba bien, algo que en su húmeda e incipiente conciencia no sabía materializar pero que —eso sí— le hacía suponer que tras ese preciso instante, todas las mañanas de todos los días de todos los escasos años de su vida iban a parecer como transcurridos en un oscuro túnel, una especie de limbo, un líquido amniótico en el que flotó privado de memoria desde el preciso instante de haber nacido. Eso era...
Hasta entonces, su plácida y previsible existencia no admitía incertidumbres. Estaba allí, no sabía ni de dónde ni como había llegado. Ni siquiera sabía si había nacido allí, ni tampoco la misma naturaleza o sentido de su existencia. Eso era...
Ahora, el cristal del pequeño acuario dejaba ver el mundo y empezó a sospechar que su centro debía estar en otro lugar atisbado allá en el horizonte, muy lejos del pequeño mundo de agua y de cristal que hasta entonces había sido su único y seguro lugar. Estaba confuso, como salido de un profundo hechizo, tal vez fruto de nadar incansable e hipnóticamente en círculos, ajeno a las lunas, a las mareas y las estaciones. Eso era. Unos ojos de cristal que veían como su, hasta ahora único mundo, era una gota de agua que nunca llegaría a ser océano. Pudo llorar y tal vez lo hiciera. Eso era o tal vez fui: un pez llamado deseo.
Hasta entonces, su plácida y previsible existencia no admitía incertidumbres. Estaba allí, no sabía ni de dónde ni como había llegado. Ni siquiera sabía si había nacido allí, ni tampoco la misma naturaleza o sentido de su existencia. Eso era...
Ahora, el cristal del pequeño acuario dejaba ver el mundo y empezó a sospechar que su centro debía estar en otro lugar atisbado allá en el horizonte, muy lejos del pequeño mundo de agua y de cristal que hasta entonces había sido su único y seguro lugar. Estaba confuso, como salido de un profundo hechizo, tal vez fruto de nadar incansable e hipnóticamente en círculos, ajeno a las lunas, a las mareas y las estaciones. Eso era. Unos ojos de cristal que veían como su, hasta ahora único mundo, era una gota de agua que nunca llegaría a ser océano. Pudo llorar y tal vez lo hiciera. Eso era o tal vez fui: un pez llamado deseo.
4 comentarios:
Una belleza ese mundo de agua y cristal, Manuel.
Felicitaciones!!!
Manuel: si se pone a llorar durnte mucho rato (¿los peces -como los ricos- también lloran?), quizás suba el nivel de la pecera y pueda alcanzar ese mar que se ve al fondo.
La imagen, también buenísima.
Un saludo.
Gracias javi.
Victor: Sí, tal vez naciera ya llorando hasta hacer rebosar el borde de la pecera. Caería al borde de la ventana y tal vez consiguiera arrastrase al mar.Pero tal vez ya sería demasiado tarde.
Saludos ficcioner@s.
¡Oh, Manuel, qué lindo!
Un relato diáfano y nostálgico, que nos deja pensando...
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